Las flores comestibles mejoran la estética de los alimentos. Su consumo, florifagia, era muy poco común hasta hace sólo unas décadas. Más allá de belleza en los emplatados, al comerlas nos aportan sustancias biológicamente activas y beneficiosas para la salud como vitaminas A, B, C y E, proteínas, grasas, almidones, aminoácidos, antioxidantes, carotenoides, riboflavina (crecimiento), niacina (funcionamiento del aparato digestivo, la piel y los nervios), así como minerales como Calcio, Fósforo, Hierro y Potasio.
Por supuesto, no todas las flores pueden consumirse. Algunas pueden resultar tóxicas y su ingesta resultar mortal. Pero son muchas las que sí se pueden consumir (hasta 55 géneros conocidos): pétalos de rosa, magnolia (Magnolia grandiflora), jazmín (Jasminum officinale), azahar (Citrus aurantiifolia), malva (Malva sylvestris), mejorana (Origanum majorana), violetas, capuchina (Tropaelum majus L.) y muchas otras. Aunque, es fundamental que en su cultivo estén libres de pesticidas, herbicidas y fertilizantes no orgánicos.
Hay luteína (un carotenoide), por ejemplo, en la flor del tagetes (Tagetes Erecta) y de la capuchina. Juega un rol importante en la prevención de la degeneración macular causada por la edad (trastorno ocular que destruye lentamente la visión central y aguda, dificultando la lectura y la percepción de detalles finos). Se encontró igualmente en la flor de azucena (Hemerocallis fulva) y también de la caléndula (Calendula officinalis).